jueves, 17 de octubre de 2013

El lavadero

Aquella vez despertó mareado y sofocado por el calor de la noche. Al abrir por completo los ojos no tenía idea de qué hora fuera, o qué día, parecía haber dejado en su lecho algo como una piel ulterior, un manto o una sábana cutánea. Fue al baño, encendió el parpadeante foquito blanco y se lavó lentamente, como acariciando el agua. Dejó que recorra su cuello y se inmiscuya entre sus cabellos, se mojó el pijama, se refrescó de tanto bochorno y de tanto sopor. Se miró en el espejo manchado: el
cabello mojado, la expresión de siempre, el hombre de siempre, salvo por la forma extraña que configuran los ojos somnolientos y la tibia sensación fantasmal que otorga el despertar reciente. Ya no recordaba qué había soñado, o si realmente había soñado. Se inclinó y mojó una vez más la cabeza y dejó ir todas esas ideas juntas al agua por el agujero de su lavadero. Luego notó algo raro, demasiado cariñoso, lento y sutil en el sonido natural del agua huyendo por las tuberías y en la velocidad de su escape. Sintió que el agua quería llevárselo, sintió que necesitaba irse con ella hasta quién sabe qué enredaderas de tuberías, agua y cloacas. No tuvo miedo, sino que acercó lentamente la mano al torbellino suave de agua que aparecía en el lavadero, advirtió cómo lo absorbía, lo aprisionaba y se dejó llevar por ese tierno resbalar acuoso. Sonrió al entenderlo. Primero fue la mano, luego poco a poco el brazo, el hombro, lentamente como una brisa de tarde de otoño se fue diluyendo en el agua, se dejó llevar con la parsimonia de una mecedora, como la lenta ascensión del humo del café. Y así, con esa tranquilidad ceremoniosa, fue absorbido por la muerte misma, que aquella madrugada de abril, en muestra del humor negro que puede llegar a tener, venía disfrazada del triste lavadero del baño de una pequeña habitación de una quinta cochina en un barrio de suburbios.


No hay comentarios:

Publicar un comentario