sábado, 12 de agosto de 2017

Gardenias en el Jirón Ica




Hay protestas en el Centro de Lima. Hay protestas y llueve. Varias calles están cerradas y el tumulto es general en los pasajes aledaños a la Plaza Mayor. Sin embargo, toda esta convulsión encuentra descanso en la fachada del 280 del Jirón Ica, donde una señora enfundada en un saco a cuadros, guantes con hoyos en los dedos y una mascada alrededor del cabello desteñido toca a Beethoven. La veo de reojo y ella a mí. Sonríe. No me siento especial, pero le regalo mi mejor sonrisa. Me detengo a su lado, y los compases empiezan a sugerir que la pieza terminará. Como para no dejar pasar el momento, saco la cámara y con un gesto pregunto y me respondo a mí mismo si hay problema con que tome fotos. "Uy, no, es que siempre salgo vieja", dice, y la pieza de Beethoven termina antes que la frase.
 "¿Qué tal salió? No soy nada fotogénica", pregunta. "Genial", respondo, "y para nada, no se le ve nada vieja". Se ríe ronco. Le pregunto cuántos años tiene, si no es mucha indiscreción, y dice que prefiere no decirlo, que le gusta que adivinen, "pero si se equivocan o me ponen ochenta, ahí sí les corrijo, ni que estuviera andando con un bastón".
Preferí no adivinar, también hay cierto placer en no saber.


Saca una lista de canciones de debajo del teclado, y alternando los ojos entre la calle y el papel, decide que la que sigue es Estelita. Su interpretación no es la más limpia, pero transmite, y mientras el sonido cubre el rumor del ocaso en el Centro, me detengo a ver la escena. Su teclado, que evita la lluvia con la misma bolsa plástica que luego usará para guardarlo, es de apenas cinco octavas y está sobre una mesa prestada del restorán vegetariano de detrás. Ella se ve mayor. Adivino para mis adentros, más de 60 pero menos de 65, ojalá no me equivoque. Tiene el estilo característico de una dama limeña del siglo pasado. No me equivoco, luego de esta canción descubriré que es chalaca de nacimiento, egresada del Conservatorio de Lima y una nostálgica sin remedio. "Las cosas ya no son como antes, ya a nadie le interesa la cultura", dice sin mirarme. Y es verdad, en lo que llevo sentado a su derecha, solo un par de personas detuvieron la mirada con interés. Pero ella toca igual, y a veces parece que lo hace exclusivamente para sí misma.


"Vengo desde el Callao hasta aquí porque allá todo lo ven salsa, y la cultura está aquí, en Lima".
No sé si discrepar o asentir. "Y a pesar de que la cultura está aquí, la gente no la valora, se preocupan en otras cosas", sentencia. Como contradiciendo, alguien le deja una moneda. Ella sonríe y examina su lista de nuevo. Quiéreme mucho es la que sigue. A mitad de la canción, un señor se detiene a su lado y coge el compás. Canta Cuando se quiere / de veras / como te quiero yo a ti. No lo hace tan mal. Y en la complicidad de la escena descubro que es un conocido de Rosa Agripina, la pianista del Jirón Ica. Paso a segundo plano, ahora soy espectador silencioso de su conversación. No interrumpiré, es claro que este torero retirado—como cuenta enseguida— está interesado en ella. Hablan de los toros, de la valentía del torero, de Agustín Lara, de una foto del Puente de los Suspiros en 1913. Y no puedo evitar sentirme parte de la conversación, el Jirón Ica empieza a olerme a nostalgia.


Cuando terminen de conversar y él se haya ido, ella me contará que es el dueño del restorán, y que le da el mobiliario y la electricidad, además de guardar su teclado cada noche. "También me ofrece comer algo dentro, pero tampoco quiero abusar", dice. "Es que no soy mendiga, no me considero así, mendigo es aquel que no hace nada y estira la mano". Asiento. "Además, si como aquí, tendría que cocinar para mi perrita, y mejor comemos juntas". Sonrío imaginando a ella y su Shih Tzu comiendo juntas en alguna parte del Callao. La sonrisa se me desdibuja apenas me entero de que no tiene a nadie más que a su mascota. Lima es una tribuna de solitarios que ven pasar a todos los demás. Y hoy me siento afortunado de haberme sentado al lado de esta pianista solitaria.


Dejó de llover, y mientras le quitamos el plástico de encima al teclado aparece un hombre de rasgos asiáticos. Le pide un tango. Paga por adelantado. Será la última, dice ella mirándome, "porque vivo lejos y tardo dos horas en llegar a casa". Volver de Carlos Gardel es el último tango antes de su propia vuelta a casa. El asiático disfruta su pedido de inicio a fin. Yo también, y siento que quedo en deuda. El hombre, satisfecho, se va con el sonido de la última nota. "Mentí", dice ella riéndose con una malicia imposible de condenar, "pídeme una última canción". A fuerza de sentir que le deberé demasiado, le pido Perfume de Gardenias. Me sorprende que se la sepa de memoria. La toca casi sin mirar el teclado. El Jirón Ica ahora huele a gardenias. Le aplaudo de pie.

(Versión aproximada)


El ritual de su retirada comienza apagando el teclado, desconectándolo y metiéndolo en la bolsa que antes hizo las veces de paraguas. Lo hace sin apuro y metódicamente, como si fuera su calentamiento antes de enfrentarse al frío del invierno limeño. Dentro de un par de minutos habrá guardado la mesa y la silla, y la fachada del 280 del Jirón Ica se verá tan común como cualquier otra. Entonces Rosa Agripina, la pianista sin edad, volverá a casa como cada noche, y dejará un espacio vacío en el tumulto, una discontinuidad en el flujo de historias superpuestas que es Lima, un olor a gardenias y una nostalgia mágica que no notaron quienes pasaron apresurados, renegando por el tráfico que ocasionan las protestas y el caos húmedo del Centro de Lima. Me llevo un poco de esa magia en los bolsillos y camino lento a casa. No volveré a pasar apurado por el Jirón Ica jamás.